Los recuerdos nocturnos de mi infancia son francamente aterradores.
La oscuridad, el silencio devorándose la noche.
Las madrugadas lentas y las sábanas separando mi oscuridad de la del mundo.
Me tapaba la cara para no enfrentar la nada, para escudarme de aquél monstruo en el momento del espanto.
Y el espanto llegaba tarde o temprano. El monstruo despertaba con su nefasta máquina de hielo.
Sus guturales ruidos quebraban la calma, paralizaban los latidos, erizaban la piel.
Sus descarnados sonidos quitaban el aliento y yo -acurrucado entre las sombras- imaginaba al estruendoso monstruo avanzando por el pasillo y asomando su cuerpo metálico en mi dormitorio de un momento a otro.
Tal vez se hayan sentido igual, tal vez se identifiquen con mis recuerdos...
Lo cierto es que después de un rato durante el cual la mole chillaba, vibraba con furia y gruñía, se calmaba.
Esto se repetía varias veces cada noche. Todas las noches.
Hasta que un día, así nomás, sin despedidas ni aviso, la bestia que mantenía en vilo a nuestro hogar ya no se escuchó. Mis viejos me explicaron más tarde. Habían vendido la querida y vieja heladera.
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